sábado, 24 de septiembre de 2011

¿Por qué no bailan?

     Se sirvió otra copa en la cocina y miró los muebles del dormitorio que estaban en la parte delantera del jardín. El colchón estaba desnudo, y las sábanas de franjas color pastel yacían al lado de dos almohadas que había sobre el chifonier. Salvo en eso, las cosas tenían un aspecto muy parecido al que habían tenido en el dormitorio: mesilla de noche y lámpara de lectura en su lado de la cama; mesilla de noche y lámpara de lectura en el lado de ella. Su lado, el lado de ella. Pensó en ello mientras bebía a sorbos el whisky. El chifonier estaba a unos pasos del pie de la cama. Había vaciado los cajones y había metido su contenido en cajas de cartón aquella misma mañana, y las cajas estaban en el salón. Junto al chifonier había una estufa portátil, y al pie de la cama había una silla de ratán con un cojín de diseño. Los muebles de aluminio bruñido de la cocina ocupaban parte del camino de entrada. Un desmesurado mantel de muselina amarilla —un regalo— cubría la mesa y colgaba por los cuatro costados. Un helecho con su maceta descansaba sobre la mesa, al lado de la caja de la vajilla de plata —otro regalo—. Había un enorme televisor de consola encima de una mesita, y a poco más de un metro un sofá y una butaca y una lámpara de pie. Había tendido un cable desde la casa y todo estaba conectado, todo funcionaba. El escritorio estaba colocado contra la puerta del garaje. Sobre él se veían unos cuantos utensilios, y un reloj de pared y dos litografías enmarcadas. En el camino de entrada había también una caja de cartón con tazas, vasos y platos, envueltos por separado en papel de periódico. Aquella mañana había vaciado los armarios y, con excepción de las tres cajas de cartón de la sala, todo estaba fuera de la casa. De cuando en cuando un coche aminoraba la marcha y sus ocupantes echaban una ojeada. Pero ninguno paraba. Se le ocurrió que, si estuviera en su caso, tampoco él pararía.
     —Santo Dios, debe de ser una liquidación casera —le dijo la chica al chico.
     Estaban amueblando un pequeño apartamento.
      —Vamos a preguntar cuánto piden por la cama —dijo la chica.
      —¿Y cuánto pedirán por el televisor? —dijo el chico.
      Enfiló el camino de entrada y se detuvo delante de la mesa de la cocina.
      Se bajaron del coche y empezaron a mirar las cosas. La chica tocó el mantel de muselina. El chico enchufó la batidora y puso el selector en PICAR. La chica levantó un calientaplatos. El encendió la televisión e hizo unos ajustes precisos. Y se sentó en el sofá a verla. Encendió un cigarrillo, miró a su alrededor y echó la cerilla apagada en la hierba. La chica se sentó en la cama. Se quitó los zapatos y se tendió boca arriba. Veía la estrella vespertina.
      —Ven aquí, Jack. Prueba la cama. Trae una de esas almohadas —dijo la chica.
      —¿Qué tal es? —dijo él.
      —Pruébala —dijo ella.
      El chico miró en torno. La casa estaba a oscuras.
      —No me siento cómodo —dijo—. Será mejor que mire si hay alguien ahí dentro.
      La chica brincó en la cama sobre el trasero.
      —Antes pruébala —dijo.
      El chico se tumbó en la cama y se puso la almohada debajo de la cabeza.
      —¿Qué tal? —dijo la chica.
      —Parece sólida —dijo el chico.
      La chica se volvió sobre un costado y le rodeó el cuello con un brazo.
      —Bésame —dijo.
      —Levantémonos —dijo él.
      —Bésame. Bésame, cariño —dijo ella. Cerró los ojos. Lo abrazó. El tuvo que abrirle los dedos.
      Dijo:
      —Veré si hay alguien en la casa.
      Pero no hizo más que incorporarse.
      El televisor seguía encendido. Las luces empezaban a encenderse en las casas de la calle. El chico se sentó en el borde de la cama.
      —¿No crees que sería divertido...? —dijo la chica sonriendo. Dejó la frase a medias.
      El chico se echó a reír. Encendió la lámpara de la mesilla de noche.
      La chica se quitó un mosquito de un manotazo.
      El se puso de pie y se metió la camisa en el pantalón.
      —Veré si hay alguien en la casa —dijo—. No creo que haya nadie. Pero si hay alguien, le preguntaré qué piden por las cosas.
      —Pidan lo que pidan, ofréceles diez dólares menos —dijo ella—. Tienen que estar desesperados o algo así.
      Se incorporó sobre la cama y se puso a ver la televisión.
      —¿Por qué no la pones más alto? —dijo la chica.
      —Es un televisor estupendo —dijo él.
      —Pregúntales cuánto —dijo ella.
      Max se acercaba por la acera con una bolsa del supermercado. En ella traía sandwiches, cerveza y whisky. Llevaba bebiendo toda la tarde, y había llegado a un punto en el que la bebida parecía empezar a hacerle estar sobrio. Pero eran lapsos. Se había parado en el bar de al lado del supermercado, y había escuchado una canción en la máquina de discos, y al final había oscurecido antes de acordarse de que tenía las cosas en el jardín delantero.
      Vio el coche en el camino de entrada, y a la chica sentada en la cama. El televisor seguía encendido. Luego vio al chico en el porche. Empezó a subir por el jardín.
      —Hola —le dijo a la chica—. Ya has visto la cama. Perfecto.
      —Hola —dijo la chica, y se levantó—. La estaba probando. —Dio unos golpecitos en la cama—. Es una cama muy buena.
      —Es una buena cama —dijo Max—. ¿Qué más puedo decir?
      Sabía que tenía que decir algo. Dejó la bolsa en el suelo y sacó la cerveza y el whisky.
      —Pensábamos que no había nadie —dijo el chico—. Nos interesa la cama, y quizá el televisor. Y puede que también el escritorio. ¿Cuánto quiere por la cama?
      —Pensaba en cincuenta dólares —dijo Max.
      —¿La dejaría en cuarenta? —preguntó la chica.
      —De acuerdo, os la dejo en cuarenta —dijo Max.
      Sacó un vaso de la caja de cartón, le quitó el papel de periódico, rompió el precinto del whisky.
      —¿Qué me dice del televisor? —dijo el chico.
      —Veinticinco.
      —¿Lo dejaría en veinte? —dijo la chica.
      —Veinte está bien. Lo dejo en veinte—dijo Max.
      La chica miró al chico.
      —Eh, chicos, ¿queréis un trago? —dijo Max—. Hay vasos en esa caja. Voy a sentarme. Voy a sentarme en el sofá.
      Se sentó en el sofá, se echó hacia atrás y se quedó mirándoles.
      El chico sacó dos vasos y sirvió whisky.
      —¿Cuánto quieres? —le preguntó a la chica.
      Sólo tenían veinte años, el chico y la chica; mes más, mes menos.
      —Ya basta —dijo la chica—. El mío lo quiero con agua.
      Acercó una silla y se sentó en la mesa de la cocina.
      —Hay agua en aquel grifo —dijo Max—. Abre aquel grifo.
      El chico echó agua en los vasos de whisky, en el suyo y en el de ella. Se aclaró la garganta antes de sentarse también en la mesa de la cocina. Luego sonrió. Los pájaros volaban en lo alto en busca de insectos.
      Max miró la televisión. Terminó su copa. Alargó la mano para encender la lámpara de pie y el cigarrillo se le cayó entre los cojines. La chica se levantó y fue a ayudarle a encontrarlo.
      —¿Quieres algo más, cariño? —dijo el chico.
      Sacó la chequera. Sirvió más whisky, a él y a la chica.
      —Oh, también quiero el escritorio —dijo la chica—. ¿Cuánto pide por el escritorio?
      Max, ante lo absurdo de la pregunta, movió la mano en el aire.
      —Di una cantidad —dijo.
      Miró a los chicos, que seguían sentados en la mesa de la cocina. A la luz de la lámpara, creyó ver algo en sus caras. Por espacio de unos segundos creyó ver en ellos una expresión de conspiradores. Y luego le pareció una expresión tierna; no había otra palabra para definirla. El chico tocó la mano de la chica.
      —Voy a quitar esa televisión y voy a poner un disco—anunció Max—. También vendo el tocadiscos. Barato. Decid una cantidad.
      Se sirvió más whisky, y abrió una cerveza.
      —Lo vendo todo.
      La chica alargó el vaso y Max le sirvió más whisky.
      —Gracias —dijo.
      —Se sube a la cabeza —dijo el chico—. Empiezo a sentir como un zumbido.
      Apuró el vaso, aguardó, se sirvió otro trago. Extendía un cheque cuando Max encontró los discos.
      —Elige algo que te guste —le dijo Max a la chica, poniéndole los discos delante para que los viese.
      El chico seguía rellenando el cheque.
      —Éste —dijo la chica, señalando uno.
      No conocía los nombres de las tapas, pero qué más daba. Era una aventura. Se levantó de la mesa y volvió a sentarse. No quería estar quieta todo el tiempo.
      —Lo estoy haciendo para que lo cobre en ventanilla —dijo el chico, sin dejar de escribir.
      —Muy bien —dijo Max.
      Bebió el whisky que le quedaba, y siguió con una cerveza. Volvió a sentarse en el sofá y cruzó una pierna sobre la otra.
      Bebieron. Escucharon el disco hasta que terminó. Y entonces Max puso otro.
      —¿Por qué no bailáis, chicos? —dijo Max—. Es una buena idea. ¿Por qué no bailáis?
      —No, no... —dijo el chico—. ¿Quieres bailar, Carla?
      —Venga —dijo Max—. Es el camino de mi jardín. Podéis bailar.
      Abrazados, sus cuerpos se apretaban el uno cotitra el otro; el chico y la chica se movían por el camino de entrada. Estaban bailando.
      Cuando acabó el disco, la chica le pidió a Max que bailara con ella. Seguía descalza.
      —Estoy borracho —dijo él.
      —No está borracho —dijo la chica.
      —Bien, yo sí estoy borracho —dijo el chico.
      Max dio la vuelta al disco, y la chica se acercó a él. Se pusieron a bailar.
      La chica miró a la gente que había en la ventana mirador del otro lado de la calle.
      —Esa gente de ahí enfrente —dijo—. Está mirando. ¿Le importa?
      —No, no me importa —dijo Max—. Es el camino de mi jardín. Podemos bailar. Se pensaban que lo habían visto todo en esta casa, pero no habían visto esto.
      Al poco él sintió el aliento caliente de la chica en el cuello, y dijo:
      —Espero que te guste la cama.
      —Me gustará —dijo la chica.
      —Espero que a los dos os guste —dijo Max.
      —¡Jack! —dijo la chica—. ¡Despierta!
      Jack tenía la barbilla apoyada en una mano, y los miraba con aire adormilado.
      —Jack —dijo la chica.
      Cerró y abrió los ojos. Apoyó la cara en el hombro de Max. Lo atrajo hacia sí.
      —Jack —susurró la chica.
      Miró la cama, y no lograba entender qué estaba haciendo en el jardín. Miró el cielo por encima del hombro de Max. Se apretó contra él. Se sintió llena de una felicidad insoportable.

      La chica contó después:
      —El tipo era de edad mediana. Tenía todas las cosas de la casa fuera, en la parte delantera del jardín. No bromeo. Nos emborrachamos y bailamos. En la entrada de los coches. Oh, Dios. No os riáis. Puso unos discos. ¿Veis ese tocadiscos? Nos lo regaló él. Esos viejos discos también. Jack y yo dormimos en su cama. A la mañana siguiente Jack tenía resaca, y tuvo que alquilar un furgón para transportar todas las cosas que nos llevábamos. Me desperté una vez, y el tipo estaba tapándonos con una manta. Sí. Con esta manta. Tocadla.
      Siguió hablando. Se lo contó a todo el mundo. Había más cosas, lo sabía, pero no lograba darles forma de palabras. Al cabo de un rato, dejó de hablar de ello.

De Principiantes, de Raymond Carver.


*** 
     Como todo tiene que ver con todo (?) quería recomendarles Everything Must Go que tiene a Will Ferrell como protagonista. Cada tanto pasa que los actores cómicos al grito de "no quiero que me encasillen en este tipo de papeles" hacen alguna película un poco más seria. Este sería el caso.
     Una cosa más: está basada en el cuento de arriba. Aunque sería muchísimo más apropiado decir que está inspirada en el cuento, porque más allá de algunos elementos esenciales el resto no tiene nada que ver con el cuento.
     Pero la película está bastante bien igual. 

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